Por Martín Díaz / La Nube
Con un decreto firmado este 4 de agosto, la presidenta Claudia Sheinbaum lanzó oficialmente la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral, un órgano que estará vigente hasta 2030 y que dependerá directamente del Ejecutivo. En papel, su misión es «convocar al pueblo» y abrir un debate público para definir el rumbo electoral del país. Sin embargo, su diseño genera una señal de alerta: la comisión estará integrada únicamente por dependencias del Gobierno Federal, dejando fuera de manera explícita a partidos de oposición, órganos autónomos como el INE y actores ciudadanos con peso en el tema.
El diseño de esta comisión rompe con la tradición democrática. Las grandes reformas electorales en México, desde la que nos dio el IFE en los 90 hasta las más recientes, siempre se construyeron con la participación de todos los partidos políticos y con el apoyo de las fuerzas que serían reguladas. Nunca se concentró el poder de un tema tan delicado en un solo grupo.
Y aquí viene la pregunta clave: ¿por qué ahora? Después de una elección que, con sus bemoles, transcurrió sin mayores incidentes ni conflictos postelectorales, la urgencia de una reforma de esta magnitud no parece ser una demanda social. El INE, a pesar de los ataques de la administración anterior, cumplió su función. Los ciudadanos votaron en libertad.
El riesgo es enorme. Si esta comisión, sin contrapesos, termina por proponer una reforma electoral que beneficie al grupo en el poder, podríamos ver cómo la confianza en las elecciones se debilita. Podríamos ver cómo se eliminan los contrapesos que tanto nos costó construir. La pregunta no es si necesitamos una reforma, sino quién la hará y para qué.
La discusión sobre la democracia en México ha vuelto a la mesa. Y aunque en el papel esta iniciativa suena a “transformación”, en la práctica podría ser un camino hacia el control político. El tiempo lo dirá, pero el tono del sexenio ya está marcado.