Martín Díaz / La Nube
En un sábado soleado, como si el cielo supiera lo que se cocía abajo, una hilera de sombras comenzó a reunirse en las calles de Reynosa. Eran pocos, decían algunos; ruidosos, insistían otros. Los que caminaron llevaban días con el lodo hasta las rodillas, hambre de justicia y una rabia que ya olía a moho.
“Son muy poquitos”, “y muy escandalosos”, repitieron los que no perdieron nada en la inundación reciente. Pero bastaron trescientas, tal vez quinientas, quizá mil almas para lograr lo que ningún oficio, gestor o regidor había conseguido en días: que el gobierno se moviera.
La manifestación fue un éxito. No porque se llenara una plaza. Fue un éxito porque, por primera vez en mucho tiempo, el pueblo fue escuchado. Fue un éxito porque obligó a una autoridad indiferente a bajarse del pedestal y responder. Porque solo así, presionados, acorralados por la indignación ciudadana, los funcionarios se presentaron por fin en las mismas colonias que llevaban una semana esperando auxilio.
La protesta les torció el brazo.
Mientras la gente se preparaba para ir a la protesta en contra del gobierno —oh, divina coincidencia— ellos anunciaban a la misma hora el reparto de apoyos. Brigadas, carpas, despensas… todo lo que no había llegado en días apareció como por arte de magia, justo a la hora exacta en que la gente era convocada para manifestarse.
Ese fue el verdadero logro. No se trató solo de alzar la voz. Se trató de obligar al poder a mirar, a responder, a actuar. Porque cuando la autoridad no atiende por convicción, se le debe obligar por presión.
Los “perros”, como los llamó con desprecio el muchacho que hoy cobra como alcalde —y su presunta “pareja”—, resultaron tener más dignidad que todo el cabildo junto. Marcharon sin acarreados, sin cocas, sin Doritos. Marcharon con el lodo en los zapatos y la dignidad en alto. Y ganaron.
No todos pudieron asistir. Muchos se quedaron esperando la ayuda en sus casas. Pero aún en la ausencia, la protesta creció. Porque el descontento se multiplica, aunque no se vea. Y esa tarde quedó claro: el miedo cambió de bando.
El Makiato, como ya lo llama el pueblo con mezcla de burla y hartazgo, tuvo que mirar —por fin— a quienes había ignorado con maestría. Tuvo que salir corriendo con brigadas de última hora a apagar el incendio que ya prendió.
Y cuidado. Porque si algo ha enseñado esta tierra es que el pueblo cuando quiere, se organiza. Y cuando se organiza, vence.
Porque si el pueblo pone… el pueblo también quita.