Martín Díaz / La Nube
En la colonia Ampliación Carrillo Puerto, en Altamira, vive la familia Aguilar. Su casa, si se le puede llamar así, es un amasijo de tablas que apenas se sostienen, con un suelo de tierra que se transforma en lodo a la primera lluvia. No hay puertas ni ventanas, solo el viento helado que atraviesa cada rincón, llevándose con él la idea de un hogar cálido o seguro.
El pasado 22 de octubre, el Voluntariado Juvenil del DIF Altamira llegó hasta esta vivienda. Encabezados por Rosy Martínez, hija del alcalde Armando Martínez, llevaron algo que, según ellos, marcaría una «gran diferencia» en la vida de esta familia: unas lonas recicladas y unas cuantas grapas.
Las fotos, por supuesto, no podían faltar. Ahí están los jóvenes sonrientes, trabajando duro para fijar las lonas en las desvencijadas tablas de la casa. En redes sociales, el Voluntariado publicó su hazaña, orgullosos de su aporte. Pero las imágenes cuentan otra historia: una de improvisación, de carencia disfrazada de ayuda, de una pobreza que no se soluciona con lo que parece más un gesto simbólico que un verdadero acto de apoyo.
Es imposible no cuestionarse: ¿eso es todo lo que podían hacer? Con los recursos del Ayuntamiento y el respaldo que tiene el DIF Altamira, ¿ese es el alcance de su ayuda? Lonas recicladas. Ni siquiera nuevas, ni siquiera una solución que alivie de verdad las condiciones en las que vive esta familia.
El gesto, en lugar de conmover, ofende. Ofende porque refleja no solo la falta de experiencia, sino la falta de sensibilidad. Rosy Martínez, como representante del Voluntariado, tiene en sus manos la oportunidad de hacer algo significativo, de aprovechar los recursos para transformar vidas, y en cambio elige hacer un espectáculo de caridad barata.
Pero la responsabilidad no es solo de ella. Su padre, el alcalde Armando Martínez, conoce la magnitud de las necesidades en Altamira. Él sabe, o debería saber, que estas acciones no solo son insuficientes, sino que exhiben una desconexión dolorosa entre el gobierno y quienes más lo necesitan.
La familia Aguilar no necesita lonas recicladas ni fotos para redes sociales. Necesita un hogar digno, una solución real, algo que no solo les cubra del frío, sino que les devuelva un poco de esperanza. Porque la pobreza no es un escenario para posar, es una herida abierta que exige empatía y compromiso.
Si esto es lo que el Voluntariado Juvenil entiende por «hacer la diferencia», entonces quizá la diferencia que más urge es la de su manera de ver y tratar la pobreza. Altamira merece más, y la familia Aguilar también.